El escenario es el mismo. Un paraje amplio y desangelado. Edificios naranjas, césped verde y cuidado, una fuente que inspira tranquilidad. Hierro. Ladrillo. Piedra. Viejo y joven
Los actores son los mismos. El alegre, el piadoso, el chico y la chica, el evanescente, los del equipo de fútbol, las del equipo de animadoras.
Las trazas generales del guión son las mismas. Novelas, ensayos, cuentos, textos y poesía nos unen en una palabra. Bibliotecas, sudores y lágrimas nos siguen hermanando.
Pero un día, algo hizo click. Y se desencajó. Desde ese click, todo se tiñe de rojo, y la sangre que intento frenar con ambas manos corre por la fuente, y aunque la achique mancha la alegría, despierta compasión y atrae a los huidizos. Y todos mis libros ya no estarán subrayados en gris. Persigo el caudal y cae en el mismo sitio de siempre, al lado de ese edificio al que, hace tres años, llegué cinco minutos tarde y pensé, ingenuamente, que era lo peor que me podría pasar un primer día de clase.
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