miércoles, 24 de octubre de 2012

Dejadme marchar

A veces tenemos tanto miedo que rellenamos con realidad los huecos que deberían ocupar los sueños.
Y en ocasiones ocupar nuestro tiempo en cortar la verdura, doblar las sábanas o buscar un trabajo nos quita la esperanza de mirar hacia arriba, de entrar en nuestras mentes o de escuchar la noche.

Vosotros, los que bailáis con las palabras y construis sueños, sois aquellos que deberían comprender que los huecos no se rellenan con pasatiempos. Sois vosotros los que deberíais querer la vida auténtica.

Tenéis que ser valientes para perseguir cosas que os de miedo alcanzar.
Tenéis que ser honestos para estar en paz con vosotros mismos.
Y tenéis que dejarme marchar.

martes, 16 de octubre de 2012

No hay un límite

No hay barrera para nuestras capacidades.
No hay un límite que no podamos rebasar.
El límite no es ni el dolor, ni el miedo, ni la ansiedad.
Ni el peso.
No hay un más allá, ni un sitio a partir del cual no podamos avanzar más.
Siempre podemos aguantar un poco más. Siempre podemos soportar.
Si no lo hacemos, es porque no queremos.
Y después, morimos.
Ojalá mientras durmamos

miércoles, 3 de octubre de 2012

La certeza

Los niños cuando se caen miran a su madre antes de decidir si se pondrán a llorar o no.
Lloran porque saben que la misericordia les traerá el cariño que demandan.
Pero cuando creces no tienes madre a la que mirar. Y cuelgas el teléfono después de hacer varias llamadas, seguro de que la persona que físicamente está cerca, nunca te ayudará cuando lo necesites.
Y entonces te acostumbras. Te cargas esa certeza a la espalda y la llevas contigo. Llevas contigo la seguridad de que siempre estarás solo, de que siempre será así, de que cuantos más años tengas menos tendrás a donde mirar cuando te caigas.
Sabes que esa certeza te golpeará cuando no te des cuenta, a no ser que la coloques en un lugar muy preciso, muy exacto, donde la uses como una ventaja y puedas echar mano de ella y acunarla para que se duerma.
La mimas, y dejas que crezca. La nutres diariamente con todos los frutos de los desaires que te vayas encontrando en el camino, vas poniendo ladrillos y construyéndole un muro.
Empiezas a estar orgulloso de ella.
Empiezas a depender de ella.
Empiezas a necesitarla más que a nadie, pero la necesitas porque gracias a ella, no necesitas a nadie. Ella te hace fuerte.
Y algún día algo o alguien querrá atacar esa certeza. Protégela con tu vida esta vez, porque fue ella la que te hizo sobrevivir en tus días más oscuros, y no fueron las personas, ni fue aquello que la quiere carcomer.
Protégela porque esa certeza para entonces ya se habrá convertido en ti.

La habitación del pánico

Ellos no me conocen
Siempre te golpean más fuerte
Un ladrillo tras otro, otra vez
Nuevas cicatrices
Que digan que son mejores que tú
Y otro ladrillo

House of the Rising Sun

"There is a house in New Orleans, they call the Rising Sun" es como deberían empezar todas las historias.
Las historias de decadencia y alcohol, las historias que merecen ser contadas. Si tiene que ser, será en las noches de otoño donde te encuentres encumbrado de toda la mierda que eres, manchado de todo el lastre que llevabas, que te pesó tanto que lo expulsaste y ahora te cubre como un vómito.
Cuando todo el mundo sigue su camino, y tú te sientas. Te obligan a mirar como ellos son lo que tu fuiste antes, y solo puedes pensar "Oh mother tell your children not to do what I done, spend your lives in sin and misery in the House of the Rising Sun"

martes, 2 de octubre de 2012

Madame Bovary



Quizás hubiera deseado hacer a alguien la confidencia de todas estas cosas. Pero, ¿cómo explicar un vago malestar que cambia de aspecto como las nubes, que se arremolina como el viento? Le faltaban las palabras, la ocasión, ¡el valor! Si Charles, sin embargo, lo hubiera querido, si lo hubiera sospechado, si su mirada, por una sola vez, hubiera ido al encuentro de su pensamiento, le parecía que una abundancia súbita se habría desprendido de su corazón, como cae la fruta de un árbol en espaldar cuando se acerca a él la mano. Pero a medida que se estrechaba más la intimidad de su vida, se producía un despegue interior que la separaba de él. La conversación de Carlos era insulsa como una acera de calle, y las ideas de todo el mundo desfilaban por ella en su traje ordinario, sin causar emoción, risa o ensueño. Nunca había sentido curiosidad -decía- cuando vivía en Rouen, por ir al teatro a ver a los actores de París. No sabía ni nadar ni practicar la esgrima, ni tirar con la pistola, y, un día, no fue capaz de explicarle un término de equitación que ella había encontrado en una novela. ¿Acaso un hombre no debía conocerlo todo, destacar en actividades múltiples, iniciar a la mujer en las energías de la pasión, en los refinamientos de la vida, en todos los misterios? Pero éste no enseñaba nada, no sabía nada, no deseaba nada. La creía feliz y ella le reprochaba aquella calma tan impasible, aquella pachorra apacible, hasta la felicidad que ella le proporcionaba