El agua corría entre sus pies, y Pandora se sumergió una vez más. Esperaba aguantar más que la última vez. La sensación de ingravidez y posesión absoluta la embargó de nuevo. Nadó entre los peces y se dirigió hacia una roca. Metiéndose en la gruta vio verdes algas. Se sumergió más profundamente y sus brazos rozaron el fondo, levantando tanta arena que por un momento no pudo ver nada. Le empezaba a faltar el aire, y se sumergió más profundo, más profundo....
Cuando caminaba por la arena, se cayó al suelo. La mar le resultaba más real que el aire que respiraba.
La brisa le rozó la cara, y Pandora aspiró todo lo que pudo. Quemaba. Se arrastró sobre la piedra lisa, caliente. Quería salir, quería aprender. Se arrastró hasta la arena y quiso ponerse en pie. No pudo, y sus escamas, dolientes bajo el sol, se astillaron. Aun así, quiso llegar hasta la verde hierba, y arañándose la cara con los arbustos y las conchas, consiguió reposar un momento. Sintiéndose humillada, siguió avanzando sin que se viese quebrada su firme determinación. Desde el mar, las otras sirenas la llamaban...
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