Sentada en el balcón, en el suelo de piedra como a mí me gusta. Huele a verano de noche, lo cual es mejor que verano de día. Puedo ver desde allí a un hombre que pasea silbando, vestido de vaquero, con sombrero incluido. Un coche, un perro. Al fondo, mi habitación, con sólo la luz tenue de la lámpara. Más allá, la tele, mis compañeras de piso cenan.
Y lo más importante; una extraña paz. No la sentía desde el primer día que vine a vivir aquí, cuando, en este mismo sitio donde estoy ahora, estuve a gusto con mi soledad. Y me sentí feliz por la persona que era, y la persona que intentaría ser. Y eso merece ser escrito
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“Un grito llega, súbito, de la playa, quebrando, discontinuo, saliendo de su nada sin buscar, en apariencia, un destino preciso, emisión neutra de voz que alguien saca de lo negro no por decir algo sino por ver cómo, de a sacudones, entrecortada, vacilante, la voz nace”.
Del libro "Nadie nada nunca" de Juan José Saer
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