Cuando encuentras tu moneda, puedes sacártela del bolsillo cuando quieras. A veces brillará más, y otra menos. El otro día brilló, y me morí de amor. De amor por la vida, de gozo puro. Miras a tu alrededor y todo es fuego. Sabes cuando pasa que conservarás ese recuerdo para siempre, y aunque es difícil de explicar, e imposible de compartir, yo lo sé.
Yo estaba allí, por casualidad, en una Festa da Istoria de casualidad. Y quería llorar. Quería que todo el mundo supiera cómo se puede explotar de amor por algo, tanto amor como extranjería sentía cuando llegaba a esa ciudad ajena a mí los domingos por la noche. Cómo lloraba en el autobús cuando me alejaba de aquello a lo que pertenezco y cómo sonreía cuando volvía a ver mis paisajes, cargados de significado en ese momento.
Quería guardar ese amor, ese amor que sentía, que no es fingido ni es forzado, que es tan auténtico que pensé que jamás sentiría; quería guardarlo como mi moneda encontrada. Mi pequeña fuente de felicidad que siempre estaría ahí. Estos meses he sacado esa moneda del bolsillo. Yendo a saltar al monte como una cabra, como siempre he hecho, bañándome en todas las aguas que encontré, tumbándome en la hierba a mirar las Perseidas, despidiéndome. Pero nunca brilló tanto esa moneda como el día en que sonó esto y no le dije a nadie que mi cara estaba húmeda.
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