Gabrielle tomó su espada. Debía vengar al mundo. Su sello en la piel, sus vestiduras negras, su armadura pesada. Su espada llameante, a su lado, como siempre. Debía librar al mundo del mal, haciéndole más mal. El calor le subía por el cuerpo. Su rostro se encendió, y al mirar su torso, estaba cubierto de espinas tan puntiagudas como un cuchillo y tan duras como el acero.
Estaba preparada. Levantó el vuelo y sobrevoló el pueblo. Éste estaba asolado de engendros, que escupían su veneno y decapitaban a los inocentes agricultores, que, horrorizados, chillaban y huían despavoridos.
Los compañeros de Gabrielle la miraron. Era el momento de pasar a la acción, y expectantes, sabían que sólo ella podría hacer de esa carnicería el final de todo, el final del horror. Al fin y al cabo, ella era la portadora de la espada. La lluvía caía, puntiaguda, punzante, sobre los campos y las personas. Mantenerse en alto era, cada vez más, un esfuerzo.
Como un halcón, plegó las alas y en caída libre se lanzó a la batalla.
Pero estaba en el bando equivocado. No importaba mucho que ese rafaelita no parara de curar a aquellos que Gabrielle iba matando, nunca sería tan rápido curando como ella matando.
Después hacer unos cuantos ataques, ya en el suelo, arremetió aún con más fuerza y desesperación. Cada vez le costaba más esfuerzo moverse. La armadura que Dios le había concedido era incómoda y no la dejaba moverse. Pero no era sólo eso. Gabrielle estaba cubierta de flechas. ¡Ese maldito urielita desde el cielo la estaba acribillando!.
Ahora entendía, entendía por qué le fallaban las fuerzas, ahora entendía el dolor. Y los que no entendían eran los demás.
No entendían que para salvar a la humanidad, a veces hay que condenarla antes.
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