B. se levantó de madrugada. Sus pies descalzos recorrieron la madera. Sin ver ni oir, fue a la cocina, y cogió un cuchillo. Lo miró en la penumbra, y pasó su dedo por el filo. Lo apretó contra el con esa manera sádica que tenemos todos de dejarnos llevar.
Volvió a la habitación donde su amante dormía. Se sentó en la cama y le paso un dedo por el cuello. Le desordenó el pelo. Le destapó. Su torso lucía azulado bajo la luz del ya amanecer. B sonrió al pensar en su amado.
Y entonces, apretó el cuchillo contra su blanda piel. Apretó apretó y apretó. Con esa manera sádica que tenemos todos de dejarnos llevar. Hierro y sabor a sangre. Odio y sabor a hiel.
B. se acostó al lado de su amado, rodeada de toda aquella inmundicia. Le amaba más que nada en el mundo, pero él nunca supo que ella, en realidad, estaba hueca. Se envolvió en el último abrazo y se durmió para toda una eternidad
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