sábado, 19 de enero de 2013

Aquí estoy. Subiendo una cuesta que no termina.
Hay tanta gente débil en el mundo. Muchos en este punto estarían mucho más abajo, agonizando.
Yo estoy aquí e intento subir.
Confiada como siempre en que el que más sube más se le endurecen las piernas.
Pero a veces me gustaría ser como esa gente débil, que se tira en el camino y pide ayuda.
No estoy pidiendo ayuda.
Tengo que pararme a descansar, a veces mucho rato. Miro abajo y veo como a muchos les recogen y les llevan a urgencias, pero yo ni siquiera tengo derecho a seguridad social.
Seguramente grito silenciosa, pero como sonrío nadie se da cuenta.
Les tengo envidia.
Sí estoy pidiendo ayuda.

martes, 15 de enero de 2013

La vez que no vine para contarlo

El horror del coronel Kurtz era muy real.

Lacan decía que el contacto con la realidad desenmascarada sería tan crudo, tan desgarrador, que no nos permitía seguir mirando, y que por ello el arte era un tamiz que se interponía entre la realidad y nosotros.
El ser humano no puede mirar directamente hacia la realidad, porque es como mirar al sol, quema tus ojos.
El fotógrafo que se detiene a retratar al niño hambriento se deleita con lo sublime, pero porque lo sublime es distancia, es mirar el barco que se hunde desde un acantilado.
La realidad y el dolor descarnados nos dejan sin palabras. Llega un momento en que experimentas tanto, que no puedes expresarlo.

Había un tiempo en que estaba en lo alto del acantilado, y observaba al barco hundirse. Podía experimentar la deliciosa y dulce parálisis del sufrimiento, pararme a saborear la melancolía de la añoranza, o escuchar las canciones más tristes esa noche.

Pero no puedes saborear la realidad. No se puede saborear el horror.
El horror es otro cuerpo que, en su muerte, te abraza y te lleva consigo al fondo del mar.
Pataleé, perdí todo mi aire, y sufrí.

Pero no vine aquí para contarlo.