Quizás
hubiera deseado hacer a alguien la confidencia de todas estas cosas. Pero, ¿cómo
explicar un vago malestar que cambia de aspecto como las nubes, que se arremolina como el
viento? Le faltaban las palabras, la ocasión, ¡el valor! Si Charles, sin embargo, lo
hubiera querido, si lo hubiera sospechado, si su mirada, por una sola vez, hubiera ido al
encuentro de su pensamiento, le parecía que una abundancia súbita se habría desprendido de su corazón, como cae la fruta de un
árbol en espaldar cuando se acerca a él la mano. Pero a medida que se
estrechaba más la intimidad de su vida, se producía un despegue interior que la
separaba de él. La conversación de Carlos era insulsa
como una acera de calle, y las ideas de todo el mundo desfilaban
por ella en su traje ordinario, sin causar emoción, risa o ensueño. Nunca había sentido
curiosidad -decía- cuando vivía en Rouen, por ir al teatro a ver a los actores de París. No sabía ni
nadar ni practicar la esgrima, ni tirar con la pistola, y, un día, no
fue capaz de explicarle un término de equitación que ella había encontrado en
una novela. ¿Acaso un hombre no debía
conocerlo todo, destacar en actividades múltiples, iniciar a la mujer en las energías de la pasión, en los refinamientos de la vida,
en todos los misterios? Pero éste no
enseñaba nada, no sabía nada, no deseaba nada. La creía feliz y ella le reprochaba aquella calma tan impasible,
aquella pachorra apacible, hasta la felicidad que ella le proporcionaba
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