Los niños cuando se caen miran a su madre antes de decidir si se pondrán a llorar o no.
Lloran porque saben que la misericordia les traerá el cariño que demandan.
Pero cuando creces no tienes madre a la que mirar. Y cuelgas el teléfono después de hacer varias llamadas, seguro de que la persona que físicamente está cerca, nunca te ayudará cuando lo necesites.
Y entonces te acostumbras. Te cargas esa certeza a la espalda y la llevas contigo. Llevas contigo la seguridad de que siempre estarás solo, de que siempre será así, de que cuantos más años tengas menos tendrás a donde mirar cuando te caigas.
Sabes que esa certeza te golpeará cuando no te des cuenta, a no ser que la coloques en un lugar muy preciso, muy exacto, donde la uses como una ventaja y puedas echar mano de ella y acunarla para que se duerma.
La mimas, y dejas que crezca. La nutres diariamente con todos los frutos de los desaires que te vayas encontrando en el camino, vas poniendo ladrillos y construyéndole un muro.
Empiezas a estar orgulloso de ella.
Empiezas a depender de ella.
Empiezas a necesitarla más que a nadie, pero la necesitas porque gracias a ella, no necesitas a nadie. Ella te hace fuerte.
Y algún día algo o alguien querrá atacar esa certeza. Protégela con tu vida esta vez, porque fue ella la que te hizo sobrevivir en tus días más oscuros, y no fueron las personas, ni fue aquello que la quiere carcomer.
Protégela porque esa certeza para entonces ya se habrá convertido en ti.
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