El horror del coronel Kurtz era muy real.
Lacan decía que el contacto con la realidad desenmascarada sería tan crudo, tan desgarrador, que no nos permitía seguir mirando, y que por ello el arte era un tamiz que se interponía entre la realidad y nosotros.
El ser humano no puede mirar directamente hacia la realidad, porque es como mirar al sol, quema tus ojos.
El fotógrafo que se detiene a retratar al niño hambriento se deleita con lo sublime, pero porque lo sublime es distancia, es mirar el barco que se hunde desde un acantilado.
La realidad y el dolor descarnados nos dejan sin palabras. Llega un momento en que experimentas tanto, que no puedes expresarlo.
Había un tiempo en que estaba en lo alto del acantilado, y observaba al barco hundirse. Podía experimentar la deliciosa y dulce parálisis del sufrimiento, pararme a saborear la melancolía de la añoranza, o escuchar las canciones más tristes esa noche.
Pero no puedes saborear la realidad. No se puede saborear el horror.
El horror es otro cuerpo que, en su muerte, te abraza y te lleva consigo al fondo del mar.
Pataleé, perdí todo mi aire, y sufrí.
Pero no vine aquí para contarlo.
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