Mi padre nació el 28 de marzo de 1937 en un pueblo perdido de Galicia, en
medio de la Guerra Civil. Mi madre me contó que cuando él era un bebé, su madre
y sus dos hermanos tuvieron que huir del pueblo. Un hombre había entrado a
saquear la casa del pueblo y mi abuela - a quien aún recuerdo como una mujer de
carácter, a pesar de que murió cuando yo era muy joven – golpeó al intruso con
un palo y fue denunciada por ello. En esos tiempos era inadmisible para una
mujer hacer tal cosa, así que mi abuelo Baldomero dijo que había sido él el que
había golpeado al hombre, y para evitar repercusiones embarcó hacia Venezuela
en un barco lleno de hombres, en una ruta tomada por tantos otros gallegos en
esa época. Con el tiempo, el resto de la
familia también emigraría a Venezuela.
Reconstruir la vida de mi padre es difícil debido a su resistencia a hablar
sobre su pasado. A pesar de sus numerosas aventuras, creo que él pensaba que
cualquier historia que me contase podría considerarse fanfarronear, y creo que
para él la vida eran momentos para atesorar, no para presumir. Ya de adulto,
viviendo en Venezuela, mi padre conoció a una mujer llamada Olga, que colaboraba
con la guerrilla venezolana. Los guerrilleros vivían en las montañas, y mi
padre y Olga iban a verles a su escondite, pero Olga fue asesinada. Mi madre recuerda
haber encontrado una libreta llena de poemas que mi padre había escrito para
Olga, pero de esa libreta, como de ella, nunca se volvió a saber.
Después de la muerte de Olga, mi padre fue a la selva con su guitarra,
buscando esmeraldas y diamantes. A veces encontraba suficientes para poder
venderlos, y otras veces no encontraba nada y pasaba hambre. Aún conservamos
esmeraldas de esa época. La mayoría son tan pequeñas que no se pueden usar para
joyería, y las tenemos guardadas y envueltas en una hoja de papel. Cuando era
pequeña le pedía todo el rato a mi padre que me enseñase las esmeraldas, y
cuando lo hacía sólo me decía que las había encontrado él, pero no me contaba
nada más.
Uno de aquellos días en la selva mi padre iba justo de dinero y tenía
hambre. La suerte se dio que encontró un grupo de gente dispuesta a compartir
su comida con él a cambio de unas canciones de su guitarra. El grupo resultó
ser un circo ambulante, y mi padre acabó uniéndose a ellos, trabajando a cambio
de comida y techo. Así es como aprendió a tragar fuego, espadas y tubos de neón.
Yo le vi una vez tragando fuego, una manera bastante extraña de entretener a
tus invitados en una churrascada. Yo tenía sobre 12 años y muchas granas de
aprender, pero mi madre se negó en rotundo. Mi padre me hubiese enseñado, pero
al menos me dejó con un consejo: cuando tragas fuego, nunca dejes que tus
labios toquen el palo de madera o te los quemarás. El lo había aprendido de la
peor manera. Cuando tragaba los tubos de neón el peligro era que rompieran,
porque el líquido tóxico era una muerte segura, pero debía haber sido impresionante
ver las luces apagadas y la luz fluorescente resplandeciendo en el interior de
un cuerpo humano. El truco de las espadas era alinear tu garganta y tráquea, para
que la espada entrase en una línea recta y no perforase la piel.
Con el tiempo, mi padre dejó el circo y se fue a trabajar en la empresa de
recauchutado de mi abuelo en Puerto la Cruz, donde hacían neumáticos -algo
relacionado con Good Year, porque mi padre mencionaba esa compañía a menudo.
Fue entonces cuando conoció a Manolo, mi padrino, quien trabajaba en la misma empresa.
Una noche salieron juntos de fiesta, y conocieron a unas chicas. Aunque mi padrino
estaba dudoso, mi padre estaba convencido de que tenían una oportunidad con las
chicas. Ya que mi padrino no quería unirse, mi padre se fue con la chica que,
por supuesto, resultó ser un transexual. Mi padre y padrino se convirtieron en
los mejores amigos, y salían de fiesta cada noche, e iban al trabajo cada
mañana. Parece ser que una vez Manolo fue a ver a mi padre a su despacho y le
pilló completamente recto, sentado a su mesa, con las gafas de sol, pero durmiendo.
Por supuesto todo esto es mucho antes de que yo naciera, pero la relación de mi
padre y mi padrino me recuerda a cuando era pequeña y la profesora me preguntó
que a qué se dedicaba mi padre, a lo que yo respondí: ‘A beber cervezas con mi
padrino’.
Mi padre y Manolo hicieron un pacto de nunca casarse, pero mi padrino acabó
conociendo a Flor y casándose. Poco después de la boda, mi padre y padrino
salieron de fiesta como solían, pero como Manolo estaba de recién casado, Flor
se enfadó tanto de que hubiese salido que no quiso dejarles entrar en la casa,
así que tuvieron que encontrar otro sitio donde dormir. De esa época mi madre sólo
tiene pinceladas, es mi padrino el que sabe todas las historias que ansío
conocer. Ojalá pudiese hablar con él, pero cuando mi padre se puso enfermo
Manolo cortó todos los lazos tanto con él como conmigo y mi madre, y nunca vino
a vernos. Uno de sus hijos todavía nos llama de vez en cuando, y dice que a mi padrino
le duele demasiado el tema, y no quiere ni oír hablar de ello. Así es como les
perdí a los dos.
Lo que recuerdo como el mayor amor de la vida de mi padre es el mar. Cuando
aún vivía en Venezuela, a mi padre le fascinaban los barcos, y construyó un
pequeño velero, que tenía en el salón de su casa. Yo me pregunto si es que el
velero era enano o el salón gigante. Hizo un segundo barco que se hundió. Y después
compró el Cachín, el barco en el que pasé todas las vacaciones de verano,
semana santa e incontables fines de semana y al que quería con todo mi corazón.
Con doce metros de eslora, para nosotros era una casa. Desde que tuve edad para
entender cosas supe lo mucho que mi padre quería al barco. Él me enseñó que el
Cachín sentía el amor y sufría si lo descuidábamos. Cuando mi padre se hacía mayor
y ya no podía cuidar del barco como debía, yo le hablaba. Le decía al barco que
un día yo cuidaría de él, que aprendería cómo. Pero eso nunca pasó, nunca
aprendí porque nunca tuve quién me enseñara cómo. Lo vendió cuando yo tenía
veinte, y aún a día de hoy tengo sueños en los que voy a rescatar al Cachín y
me lo quedo para mí. A veces sueño que lo veo en la lejanía, pero nunca puedo
alcanzarlo.
El Cachín fue comprado en Georgetown, y tiene bandera británica. Sobre esa
época, mis abuelos se volvieron a España, y mi tío Ricardo se quedó en Venezuela,
y por ese motivo tengo primos y primos segundos y terceros viviendo allá. Mi
padre empezó a viajar por el mundo. Pasaba los veranos en Ourense donde vivían
mis abuelos, y el resto del año cruzaba el Atlántico. Fue la persona que más
veces cruzó el Atlántico en solitario en un velero, creo que 7 veces. Algunas
de las escenas de Piratas del Caribe se rodaron en sitios en los que mi padre
había estado, como la isla Tortuga, y a mí eso me fascinaba. Me encantaba ver esas
películas y pensar que cualquiera de esos actores ni se podían acercar a
entender lo que era la vida en el mar como lo entendía mi padre. La luz verde
que te lleva a otro mundo en la segunda película existe. No te transporta a
ningún lado, pero es un fenómeno que se puede ver durante un segundo a cierta
hora y lugar, y que mi padre por supuesto vio.
Mis padres se conocieron a través de Julia, la mejor amiga de mi madre.
Ella siempre estaba rodeada de pintores y escultores ourensanos, al igual que
mi padre, así que en una ocasión Julia le presentó mi padre a mi madre Elena.
Mi padre tenía el Cachín en Baiona ese verano, y pasaba casi todo el tiempo
ahí, y mi madre veraneaba en Patos, a 15 minutos en coche. Mi padre insistía en
que mi madre le visitase en el barco, y después de mucho pedírselo, mi madre se
decidió a ir. Después de estar saliendo todo el verano, mi padre empezó a planificar
su marcha para Octubre, e invitó a mi madre a que fuese con él. Mi madre dijo
que para ello tendría que dejar el trabajo y además que su familia la mataría
si ella, soltera, se fuera con un casi desconocido durante un año. Mi padre
contestó calmadamente que eso tenía fácil solución. Podían casarse. Y así lo
hicieron.
La luna de miel en el Caribe y un año en el Cachín. Creo que eran más
libres antes de que yo llegase, pero fui buscada y llegué una mañana de Mayo.
Mi padre siempre me decía que cuando nací yo nacieron todas las flores. Sin
embargo, esta es la parte triste de la historia que por lo demás está llena de
aventuras. Para mi padre, debió de ser la parte más aburrida, pero a mí me dio
el regalo de pasar mi infancia rodeada de artistas y escritores de los que
aprendí a valorar la creatividad, despreciar una vida convencional y desear construir
para mi misma una vida que mereciese la pena ser vivida.
Sus pasiones eran demasiadas para contarlas. Le gustaba la filosofía y me transmitió
la necesidad de la autocrítica y la incesante búsqueda del conocimiento. Me dio
a leer La Odisea cuando yo tenía
nueve años, e incluso antes de eso me enseñó quienes eran Platón y Aristóteles.
‘Sólo sé que no sé nada’ es algo que yo le decía a veces cuando empezó a
ponerse enfermo y tenía episodios violentos, y que normalmente le calmaba.
Él pintaba, y yo empecé a pintar también. Jugaba al ajedrez y me enseñó
pero nunca he tenido la paciencia para jugar bien. Me dio mi primera clase de
conducir cuando tenía catorce. Era un guitarrista excelente y también me enseñó.
En muchas de las cosas que empezó a enseñarme, ni él era consistente con sus
lecciones ni yo tenía la suficiente paciencia, excepto por el amor hacía la filosofía
y el arte, que me acompaña siempre. Yo siempre le admiré y me esforcé en que me
viese. Pero desgraciadamente, él nunca me vio como otra cosa que una niña pequeña
que no se merecía consideración, y cuando crecí era demasiado tarde. Siempre me
preguntaré si hubiese estado orgulloso de mí hoy.
Lo que me llevo conmigo de su vida son los muchos momentos que pasamos los
dos solos. El se inventaba canciones para mí, y se inventaba cuentos para
contarme antes de dormir. Me ayudaba con mis proyectos se plástica, y nos peleábamos
como locos porque nunca estábamos de acuerdo en nada. Una vez quise dibujar a
una mujer a la que le habían quitado su bebé. Mi padre me dijo que en vez de tener
las manos extendidas en súplica, debería haberlas dibujado crispadas como
garras, dispuesta a matar por su bebé. Recuerdo pensar en aquel momento que era
lo más inteligente que había oído jamás. Él tenía mucho carácter y era cabezota.
Era un padre de la vieja escuela, por lo que cuando me portaba mal, me pegaba
con el cinturón. Él vivía para sí mismo, y no para mi madre o para mi, pero
supongo que después de tantos años estando sólo no sabía cómo hacerlo de otro
modo.
Tenía Alzhéimer, y todos los recuerdos que nunca me contó se desvanecieron.
Fue capaz de tocar la guitarra casi hasta su último año, porque la memoria
corporal y no el cerebro guiaba su mano. Al final, él ya no era él, pero luchó
hasta el final, violento y cabezota hasta el último momento. Fue en la última
semana cuando dejó de rebelarse, y supimos que era el final. Murió el día de su
82 cumpleaños.
Sé que siempre pensaré en sus logros y aventuras como una guía para mi propia
vida. Me preocupo demasiado por las reglas, y no soy tan libre como lo era él,
pero intento mejorar. No quiero olvidarle nunca, porque todo lo que soy y todo
lo que hago se lo debo a él y a mi madre. Aún me pregunto si soy digna de él,
si estoy a la altura, pero aunque no estoy segura, sé que me pasaré la vida
intentando serlo. Y por eso, él estará conmigo siempre.